[blockquote][frame_left][/frame_left]Se cuenta la historia de una ocasión en que coincidieron dos ancianos que estaban solos, sin familia, en la misma habitación del hospital. Uno de ellos estaba en la cama que daba a la ventana y el otro en la cama interior, sin ventana y sin ángulo de visión para disfrutar de las vista de la ventana de su compañero. Los dos estaban aquejados de una grave y mortal enfermedad la cuál, además de imposibilitarles el levantarse de la cama, les causaba bastante sufrimiento físico.
Uno de ellos, el que estaba cerca de la ventana, todos los días se dedicaba a contarle a su compañero todo lo que veía: los pajarillos revoloteando (aunque no se oían por la insonorización de la habitación), los niños jugando en el parque, el tiempo que hacía, que si pasaba un avión… Esto lo hacía ilusionado, intentando que su compañero al menos pudiera disfrutar de las agradables escenas que él tenía el privilegio de ver.
Sin embargo, su compañero no parecía tener la misma opinión sobre ese comportamiento. Conforme pasaban los días disimulaba menos su incomodidad ante las “historias de la ventana” que le contaba su compañero. Día a día se iba volviendo más uraño y, en el fondo de su corazón, empezó a desear que a su compañero le llegara la muerte antes que a él para que así al menos pudiera disfrutar durante algún tiempo de las vista de la ventana durante sus últimos días de vida (porque tenía claro que si la cama de su compañero se quedaba vacía pediría que le cambiaran a ella para poder disfrutar de las vista de la ventana).
Como si su deseo hubiera sido oído por los dioses del Olimpo resultó que poco tiempo después su compañero falleció. La realidad es que cegado por su resentimiento hacia él no sintió grandemente su pérdida aunque no pudo evitar sentir el aguijón de la culpa al haber albergado unos deseos de ese tipo. Aún así se repuso y se repitió la típica frase de: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Así que al día siguiente pidió su traslado a lo que accedieron sin problema desde el hospital.
Una vez alojado en su nueva cama aguantó las ansias de abrir la cortina pues quería que su deseo de mirar por la ventana fuera aún mayor además de poder disfrutar de ese instante en su mejor momento del día: el de la merienda, en la cuál le ponían unas galletas con su vaso de leche con malta, una bebida que le hacía recordar cada día algunos de los momentos más felices de su infancia en la casa de su abuela.
Llegaron las 17:00 de la tarde y ya con su merienda en la bandeja no había el porqué retrasarlo más. Corrió la cortina que tapaba la ventana y su sorpresa fue que la ventana no daba a esa calle junto al parque de la que le hablaba su compañero, ni se veía el cielo azul. La ventana daba a un estrecho y sombrío patio de luces y más concretamente, desde su perspectiva en la cabecera de la cama, sólo se veía una zona de la pared que había en la otra parte del patio llena de moho provocado por el agua que se filtraba a través de las grietas de la claraboya los días de lluvia. Le dio un vuelco el corazón, de repente comprendió lo que nunca fue capaz de ver.[/blockquote]
Hace mucho tiempo que llegó a mis oídos esta historia y nunca la he olvidado. Lo mínimo que podía hacer es compartirla con todos vosotros.
Un saludo.
Pingback: Historia: Tres actitudes frente a la adversidad | Escuela de las emociones
Pingback: Los tres filtros frente a la crítica (Sócrates)
Muchas gracias por compartirla. Es preciosa, impactante y da mucho que pensar.
De nada, Juani. Me alegro que te haya gustado. Como tú has dicho, ahora a pensar 🙂
Un saludo.