Todos deseamos que nuestros hijos crezcan fuertes interiormente, con una autoestima sana que sea la base de una vida emocional equilibrada la cual les ayude a perseguir con efectividad sus metas, abordar los retos de la vida con entereza y disfrutar en todo ese proceso siendo verdaderamente felices. Todos sabemos también de la importancia que tiene la niñez para la fundamentación de una autoestima sana así como de la combinación de dos factores: el genético y el del entorno de apoyo más cercano (familia, amigos, colegio…).
Sin embargo, muy pocas veces sabemos con concreción qué es eso que el entorno del niño/a debe de proveerle. Básicamente -aunque no son las únicas- nuestro hijo/a necesita saciar especialmente dos grandes necesidades: la de sentirse amado y la de sentirse valorado. Si bien estas son necesidades que todos los seres humanos tenemos durante toda nuestra vida, en la niñez son especialmente intensas pues, según se hayan cubierto mejor o peor en esta etapa (y posteriormente, con estrategias diferentes, en la adolescencia), nuestra nivel de fortaleza interior quedará marcado prácticamente para toda la vida.
Durante los años que dura la infancia, el niño vive únicamente para cubrir estas necesidades. La búsqueda de afecto y valoración mueve todo lo que hace. Un niño no se porta bien o mal porque es “bueno o malo”, sino porque es la estrategia que ha aprendido para conseguir el afecto y la valoración de los que le rodean. Es más, un niño traduce todas las acciones de los demás en relación a él con el filtro de estas dos necesidades. Por ejemplo, el recibir atención de sus padres o los profesores es una forma de entenderlo como afecto y/o valoración hacia él (independientemente de si esa atención es jugando con él, gritándole o incluso pegándole).
Sin embargo, muchas veces cometemos errores en nuestro comportamiento diario con nuestros hijos en base a estas necesidades sin ni siquiera percatarnos de ello. ¿Cuáles son algunos de ellos? No voy a mencionar una serie de cuestiones obvias, que intuyo que un padre o madre que tenga suficiente interés como para estar leyendo este artículo en internet tendrá claras, cómo evitar los malos tratos, vejaciones sexuales y demás. Dicho esto, prefiero centrarme en comportamientos más sutiles que muchas veces se nos escapan.
7 errores sutiles en la provisión de afecto y valoración
1. Mostrarle cariño condicionado, normalmente a un tipo de conducta. Frases que decimos tan inocentemente como: “si te portas mal papá no te querrá” son más dañinas de lo que parece para la tierna mente del niño/a. Aunque con ello consigamos la conducta que queremos, en la mente del nuestro hijo va quedando la idea de que nuestro amor no es completamente incondicional. En este punto también entraría el “chantaje emocional”: “¡hija mía, tanto que he hecho por ti!” Es penoso cuando un padre o madre se entristece porque su hija ha preferido irse a jugar con la mamá de su amiga porque sabe hacer figuritas de fieltro, o porque le ha dicho que quiere quedarse una noche más en casa de la tía. Si a esto le añades el que no pueda resistirse a soltar la coletilla: “¡qué poco me quieres!, ¡qué triste que me voy!”.
Una premisa fundamental para cualquier padre o madre es que: nuestro hijos/a no ha venido al mundo para darnos afecto a nosotros; nosotros los hemos traído para darle afecto a él. El afecto que recibamos de nuestros hijos e hijas tenemos que interpretarlo como un “beneficio colateral” (que lo lógico es que se de en gran medida, desde luego, pero puede que a veces no tanto como nos gustaría, o como le gustaría a nuestro interior carente de afecto).
2. Ser irregular en la atención de las demandas de afecto de los hijos/as. Los padres también somos víctimas de nuestra realidad emocional y unos días estaremos más happy y otros menos, pero esto debe de condicionar lo menos posible el modo en que ofrecemos el afecto a nuestros hijos. Al niño/a le genera incertidumbre el que un día el padre o madre se lo coma a besos y abrazos y al día siguiente casi pase de él porque está de bajón. Tengamos cuidado porque el banco emocional de que disponemos los adultos (hoy he recibido mucho afecto que me da fuerzas para varios días) no lo tienen los niños. Cada día necesitan su dosis. En este punto también podríamos incluir el no atender las demandas de afecto cuando las reclama explícitamente (como cuando llega llorando porque se ha caído, le han pegado, se despierta por una pesadilla nocturna, llora porque le ha cogido la tía en brazos y parece que ese día tiene una necesidad especial de estar con mamá, etc.). Muchas veces, por miedo a criar niños flojos o “malcriados” les dejamos con su congoja sin atender (¡para que se fortalezcan!). Gran error. Los niños no se malcrían por exceso de afecto sino por falta de límites, lo cual son dos cosas muy diferentes.
3. No tener en cuenta la idiosincrasia de cada niño/a. Cada uno de nuestros hijos es diferente. Muchos padres, con toda la buena intención del mundo, se esfuerzan en dar el mismo tipo de cuidado y educación a todos los hijos (otra cosa es que se consiga, que no suele ser así). Lo hacemos pensando que es lo justo, sin embargo olvidamos que la justicia no es dar a todos lo mismo sino a cada uno lo que necesita. En el tema de la afectividad hay niños que nacen con una necesidad afectiva mayor que otros, y suele darse también entre los mismos hermanos. Tenlo muy en cuenta.
4. Invertir más tiempo en corregir que en alabar y valorar los logros o el buen comportamiento. Otro error muy típico. Si nuestra hija se porta mal es normal que nos centremos en lo que hace mal porque hay que corregirlo. Si nuestro hijo se porta bien, como es algo normal tampoco se lo solemos reconocer, y sólo nos centramos en aquellas cosas que no hace bien para que mejore. Sea como sea, siempre es lo mismo: vivimos corrigiendo. ¿Qué haces cuando tu hijo viene con un dibujo que ha pintado en el cole?, ¿Dedicas un minuto a alabarlo y nueve –con muy buena intención- a ayudarle a mejorar todo lo que podía mejorar –no salirse aquí, elegir el color más adecuado allá, etc.?, ¿Y si decidieras invertir la proporción? Dedicar nueve minutos a buscar todas las cosas que te gustan, valorárselas, preguntarle sobre el porqué de haberlo hecho así, pensar juntos a quién regalárselo y por qué, etc., y un minuto a hacerle alguna sugerencia la cual incluso le puedes enseñar a que sea él o ella quien decida qué cambiaría en el próximo dibujo y porqué.
5. Compararle de forma descalificadora con otros niños/as. Cuántas veces no podemos aguantarnos al ver lo bien que se ha portado el niño de la vecina o lo bien que se come la merienda la otra niña del parque. No hay nada menos efectivo en cuanto a la educación, pero aún más en cuanto a la satisfacción emocional del afecto y la valoración, que el darle a entender que “no es suficiente” pero que otros sí que lo son. En este punto entramos en el peligroso mundo de fundamentar el “ser” por el “hacer”, y de esto hablan también los dos últimos puntos.
6. Corregirle conductas inadecuadas sin explicarle cómo debería haberlas realizado. Este tipo de comportamiento de los padres genera mucha inseguridad. Como he dicho al principio, un niño/a hace lo que hace porque es su forma de recibir afecto y valoración. Si sus padres le corrigen sin ayudarle a que entienda cuál es el comportamiento correcto –u otra variación aún peor: si le piden comportamientos que no son acordes con su edad- el niño crecerá con la sensación de que lo que haga no es suficiente. Quizá se centrará aún más en “hacer”, incluso en ser patológicamente obediente, pero a costa de su fortaleza interior.
7. Crearle confusión entre lo que es y lo que hace. El problema de las etiquetas. De todos es sabido –o debería serlo ya- lo tóxico de las etiquetas negativas. Estas acaban fortaleciéndoles en su sentido de identidad para comportarse conforme a esas etiquetas. Si el niño es “travieso” se comportará cada día con más coherencia con esa identidad. Ahora bien, quiero hacer aquí una aclaración: tengamos cuidado, también, con las etiquetas positivas. ¿Qué quiero decir? Si a un niño le reforzamos en la etiqueta de que es “inteligente” cada vez que trae buenas notas estaremos condicionando su sentido de identidad y valía a ese comportamiento: sacar buenas notas. Igual si le decimos que es “bueno” cada vez que se porta bien. ¿Qué ocurrirá si de repente deja de sacar buenas notas, por ejemplo? Con este tipo de etiquetas podemos conseguir niños y niñas muy obedientes, productivos, etc., pero no precisamente fuerte interiormente. Nuestro discurso en relación a su “ser” debe de estar desvinculado de su “hacer”. Nuestro discurso tiene que ir en la línea de: “te quiero por ser tú”, “no hay nada que puedas hacer para que te quiera más ni para que te quiera menos”, “eres un precioso tesoro para tus papás y siempre lo serás”, “cada cosa que haces es importante para mí y lo valoro todo de un modo muy especial, hayas logrado lo que hayas logrado”, etc. Obviamente, no me refiero a repetir estas frases literalmente –que no estaría mal tampoco- sino a que adaptemos el principio que se transmite en estos mensajes y lo vivamos en cuanto al modo en el que ofrecemos afecto y valoración a nuestros hijos e hijas. Al “ser” se le da afecto siempre, sin condiciones, el “hacer” se refuerza, se corrige, etc., dependiendo de cuál haya sido la conducta, pero nunca condiciona nuestras muestras de afecto que tienen que ser incondicionales.
Como siempre, ha sido un placer el poder compartir estas reflexiones con vosotros/as. Estaré encantado de leer vuestras opiniones y experiencias al respecto. Además, seguro que te vendrán a la mente otros errores típicos relacionados con el afecto y la valoración de nuestros hijos/as. ¿Nos los compartes?
Un saludo.
Jonathan Secanella
Coach y formador.
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